lunes, 30 de noviembre de 2009

NACIMIENTO


No lograba desenredar la putrefacta soga con olor a muerte que rodeaba su cuello y apretaba sus genitales. No conseguía arrancar del alma el sabor a café con leche de las mañanas. Sus piezas mezcladas formaban una imagen patética, graciosa, vulgarmente simpática; triste. Triste como el canto a la libertad de un gorrión que se encuentra enjaulado, triste como el nado de los peces que estrellan contra el vidrio de alguna castradora pecera. Triste; su imagen era triste.
¿Cómo encontrarse entre tantas amarras y gritos cariñosos? ¿Cómo encontrarse en otros ojos cuando nadie ve la realidad? ¿Cómo vivir si se muere, al despertar, cada mañana? ¿Cómo soñar si en la oscuridad no se vislumbra la esperanza? ¿Cómo avanzar si anda atado? ¿Cómo sentir si es robot? ¿Cómo no agonizar en la red enferma de máquinas, ruido, barrotes y cajas cerradas desde las cuales no se ve el cielo?
Al despertar, por las mañanas, Ricardo limpia su rostro con agua fría y observa como se escurren por el desagüe los últimos pedazos destruidos; violados y ocultados, de sus sueños. La sangre, vestigio de vida, corriendo por el lavabo le indica que acaba de comenzar el día.
Lunes, seis am; y un ejército de sentimientos dispuestos a explotar deben ser dominados, asesinados. Ricardo retiene una nausea que sube desde el pecho hacia la garganta, bloqueando su respiración. La maldita caja en la que habita sin vivir, es muy exigente con las apariencias; nada de vómitos ni demostraciones de afecto. Cualquier flaqueza significa la derrota, la exclusión…
- ¡Amor, el desayuno está casi listo! ¿Tostadas o bizcochos salados?
La madre respira sólo para contemplar la perfección de su crimen; y lo disfruta ¡Cuánto lo disfruta! Aprieta la soga con cada reto, con cada sábana planchada, con cada prenda íntima correctamente lavada, con cada llamada femenina que no transfiere a su hijo.
Ricardo, reprimiendo un grito de saturado hartazgo, toma el remís que, cada mañana, la madre encarga para acentuar su egoísmo y retener al hijo consigo unos minutos más, controlado.
El títere con apariencia de humano y alma de metal, como robot, abandona su helado hogar y se desplaza, moribundo, hacia el infierno de la asfixiante oficina. Pilas y pilas de papeles sin significado y algunas lapiceras mordidas que no funcionan de la manera que asegura el vendedor de barrio decoran el malgastado escritorio. Se sienta y el cansancio de varias noches de mal dormir lo cubre por completo, venciéndolo. Tazas y tazas de vano café se convierten en adornos bizarros y sin sentido.
Ricardo está dormido. Él ve su cuerpo tendido, dando risa y pena sobre aquel escritorio sin paz que lo sostiene, apenas.
Corre al otro lado del parque que refleja la ventana; y no pide remis. Corre entre los autos sin mirar el semáforo. Corre, corre, corre. Corre ignorando el dolor que produce la soga en todo su cuerpo, corre olvidando que le corta la respiración. Corre hasta llegar a su casa.
A Ricardo le duelen los genitales, los ojos, las manos, el alma. Su madre lo observa asustada y no comprende lo imprevisto de aquella llegada. Ricardo tampoco. Ella lo mira con miedo, él se da cuenta. Su corazón bombea, entonces, sangre con fuerza; y la satisfacción de cortar un hilo de la soga al poder intimidar a su madre, quita algo de la frialdad del rostro.
Dispuesto a poner fin a la farsa y al teatro, dispuesto a destruir las mentiras con las que agonizó, toma de su bolsillo un cuchillo que, no sabía, poseía desde su nacimiento. Los ojos reflejan ira, dolor; realidad. Decisión. Independencia.
Ricardo asesina a su madre.
La soga castradora que algún día con tanta fuerza lastimaba, hasta matar, cayó al suelo haciéndose polvo, al tiempo que la mirada de la anciana mujer se convertía en ceniza, en pasado. La madre, ahora, reducida a nada.
Ricardo sonríe satisfecho y, a paso apurado, se dirige a la oficina.
Despierta confundido, al encontrarse consigo mismo de tan abrupta manera. Mira el reloj de pared ubicado en el centro del cuarto: seis pm. Debe partir hacia su hogar. La madre lo espera con la merienda servida y el televisor.
Sin embargo, llegará tarde esta vez. Se siente tan liviano que decide caminar por el parque y pisar las hojas secas que deja el otoño como alfombra amarilla por las calles.
La mochila del presente no es tan pesada cuando se escoge vivir y ella aniquila el dolor del pasado y el precipicio del futuro. Camina dando saltitos inocentes como un niño que recién descubre el juego de la vida. Respira grandes bocanadas de aire como si fuera la primera vez.
Es la primera vez. Mira un trozo deshilachado de soga colgando de su espalda y lo tira al tacho de basura. Ricardo acaba de nacer.


Malén De Felice.

DISFRACES


Ríe. Las flores perfuman su cuerpo. Parece primavera. La piel de luna calza a la perfección en su altivo cuerpo de armoniosas curvas gastadas de placer. Brillante, la mirada; sus ojos, dos estrellas. Sonríe. Siempre sonríe. Ríe.
A veces, se quita el disfraz. La perfecta piel da lugar a un cuerpo marcado de sufrimiento y demencia; esperanza de un amor que aclimate alguna noche de Julio y ese cuerpo, acompaña su mirada lacrimosa. Su sonrisa es fingida por un rouge que la modela; y el aroma que de sus poros brota como flores rojas del edén; disfrutan el juego de creerse un adorno, cuando no son más que un mortal símbolo del recuerdo de mejores tiempos inventados.
Muerte. Sonríe porque le cuesta respirar y la máscara de la normalidad es más simple y barata que la realidad. Sonríe porque sabe fingir; tanto que nadie escucha los gritos mudos de su alma. Nadie advierte que su llanto la ahoga y las olas de su mente volvieron naufraga su vida.
Casi sin darse cuenta, camina. Como cadáver. Por una inercia inerte. El cuerpo en agonía, aniquilada su esencia. Y escapa. De la nada del todo al todo de la nada. Ida y vuelta, repetidas e incansables veces en cada mirada.
Le da la espalda a esos ojos que la observan, pidiendo socorro del otro lado del espejo. Es doloroso el reencuentro con aquella mujer que alguna vez fue y que no logra (ni la deja) salir de sus fantasías; esa niña que el tiempo encerró en una burbuja de sal y sueños frustrados.
Y no miente el espejo.
La mirada de suplicante liberación, su yo.
Cierra los ojos. No tolera los pseudo encuentros matutinos, tan incómodos y que imploran utopías. Toma un sorbo de ron para entibiar su alma ¡Hace frió en el infierno!
Harta. Es invierno helado y todos la creen primavera. Hasta la protagonista del teatro de títeres con enmascarados que ríe y llora. Al unísono.
Malén De Felice.

domingo, 29 de noviembre de 2009

LABERINTO


En la habitación del sexo, orgásmica humedad brota de las paredes manchando las sábanas; olor a desesperación de amantes, cuerpos enredados en el aroma de los fluidos corporales. Manos en lo oculto de escondidos recovecos mojados, lenguas que inundan la piel. Afuera, la noche; adentro, también.
Desiertos; y lo efímero de un oasis invade a los animales de repente, hasta la asfixia.
Su cabeza en el viril pecho y su aliento en el delicado oído; unidos. Tan juntos y tan solos en el vacío de un orgasmo; un paraíso que hierve y se siente tan frío como el infierno.
Tumbas de robots disfrazados de vida y una suave música funcional para cubrir los agujeros del alma. Los amantes se miran y ríen. Agotados de no saber llorar, gritan en silencio.
Gritan. Gritan tanto que su voz se hace un nudo y se traba la garganta. Gritan tanto que se vuelven mudos, y les tapa la boca la asquerosa resignación de un agrio sabor a nada. Gritan, gritan y gritan en cada beso. Gesticulan horrores con sus rostros, contornean delirios con sus cuerpos; escupen silencios. Gritan en un llanto mudo que les oprime el pecho y les da sed. Se mueven pidiendo socorro entre gemidos gastados de sufrimiento, enmudecido el dolor de tanto dolor que sienten.
La nada los aplasta entre sábanas con sabor putrefacto; la nada, esa invisible y liviana solidez que lastima. Cegados entre irreconocibles sombras, aprietan el puñal esperando que caigan los hilos del ácido escenario. Sedosos por sobre sus cuerpos y sobre sus vidas; aplastados por el final, aniquilados por la actuación; bajo las máscaras, vacíos vomitados.
Los amantes se cansan de recoger trozos de sí y, perdidos en sus pasiones, no se encuentran jamás. Todo es ficticio, artificial, efímero y los rompecabezas de almas no tienen solución. Sus piezas gastadas por la sal ahondan las grietas y elevan los precipicios.
En el centro, una cama. La cama rodeada por arenas movedizas margina de la vida a los monstruos húmedos, reduciendo su actuación a la de espectadores vacíos de entendimiento y compulsivos consumistas de nadas.
Ellos, estáticos en una muerte, por el vino liviana, se acarician intentando salvarse de aquella espera eterna en la cual todo se mueve deprisa y sin orden. Atrapados entre tinieblas, se ruegan protección.
Los amantes desean esconderse bajo los arbustos amarillos y dormir ahogados por el perfume de sus pieles amargas. Los amantes desean quedarse para siempre en lo efímero de la eternidad; para siempre sobre nubes de poliéster. Los amantes desean beber la sangre que derraman sus ojos y absorber el calor que emanan sus pies descalzos, inyectarse cadenas de caricias y cubrir con las lenguas su ser. Los amantes se desean, enlazan sus brazos y se prohíben respirar.
Nada se siente más libre que la asfixia de un beso. Una cárcel en lo profundo del cielo es esa cama tendida para cumplir condena; y enredarse los dedos de los pies izquierdos y sentir agitados alientos en los cuellos.
El horizonte derrama gotas de mercurio luminoso y los amantes no saben dónde están, quiénes son, qué hacen o hacia dónde van. Ellos encuentran cobijo en lunas de alcohol y calientan el alma con el humo del cigarro que los arropa; intentan soltar las cadenas que los apresan; sin embargo, los fantasmas ya consumen sus vidas. El aire viscoso y viciado ahoga los cuerpos transpirados en fétidos olores y pueden ver en sus sombras, ojos de agonizante suplicio.
Los amantes encienden el televisor; intentan correr. Son marionetas gigantes que avanzan entre putrefactos bosques de plástico y mentiras. Asisten a su ruina como espectadores; espectadores sometidos a un teatro absurdo y circense: el del sin sentido de su orgásmica existencia.
Cortan sus orejas y arrancan sus ojos. Al unísono, un grito ficticio desgarra la oscuridad y las lágrimas, cascadas de fuego, donde ya no hay nada, empapan el cuchillo que atraviesa sus almas. La habitación, inundada, es reflejada por un espejo del tamaño del techo. El espejo los devuelve vacíos, con pies enredados de manera violenta y amarras invisibles que impiden se avance hacia la salida.
Los amantes; inermes, inertes y congelados respiran con dificultad. El abrupto sonido de un reloj despertador esconde los escombros de la noche anterior bajo la alfombra. Ellos sacan dos máscaras del ropero y guardan restos de alma bajo la almohada. Por un momento sonríen creyéndose fuera del juego suicida, y se besan con tristeza. Los amantes saben que por la noche se sentirán morir. Cada mañana los arroja, una vez más, al centro del laberinto.

Malén De Felice.