domingo, 29 de noviembre de 2009

LABERINTO


En la habitación del sexo, orgásmica humedad brota de las paredes manchando las sábanas; olor a desesperación de amantes, cuerpos enredados en el aroma de los fluidos corporales. Manos en lo oculto de escondidos recovecos mojados, lenguas que inundan la piel. Afuera, la noche; adentro, también.
Desiertos; y lo efímero de un oasis invade a los animales de repente, hasta la asfixia.
Su cabeza en el viril pecho y su aliento en el delicado oído; unidos. Tan juntos y tan solos en el vacío de un orgasmo; un paraíso que hierve y se siente tan frío como el infierno.
Tumbas de robots disfrazados de vida y una suave música funcional para cubrir los agujeros del alma. Los amantes se miran y ríen. Agotados de no saber llorar, gritan en silencio.
Gritan. Gritan tanto que su voz se hace un nudo y se traba la garganta. Gritan tanto que se vuelven mudos, y les tapa la boca la asquerosa resignación de un agrio sabor a nada. Gritan, gritan y gritan en cada beso. Gesticulan horrores con sus rostros, contornean delirios con sus cuerpos; escupen silencios. Gritan en un llanto mudo que les oprime el pecho y les da sed. Se mueven pidiendo socorro entre gemidos gastados de sufrimiento, enmudecido el dolor de tanto dolor que sienten.
La nada los aplasta entre sábanas con sabor putrefacto; la nada, esa invisible y liviana solidez que lastima. Cegados entre irreconocibles sombras, aprietan el puñal esperando que caigan los hilos del ácido escenario. Sedosos por sobre sus cuerpos y sobre sus vidas; aplastados por el final, aniquilados por la actuación; bajo las máscaras, vacíos vomitados.
Los amantes se cansan de recoger trozos de sí y, perdidos en sus pasiones, no se encuentran jamás. Todo es ficticio, artificial, efímero y los rompecabezas de almas no tienen solución. Sus piezas gastadas por la sal ahondan las grietas y elevan los precipicios.
En el centro, una cama. La cama rodeada por arenas movedizas margina de la vida a los monstruos húmedos, reduciendo su actuación a la de espectadores vacíos de entendimiento y compulsivos consumistas de nadas.
Ellos, estáticos en una muerte, por el vino liviana, se acarician intentando salvarse de aquella espera eterna en la cual todo se mueve deprisa y sin orden. Atrapados entre tinieblas, se ruegan protección.
Los amantes desean esconderse bajo los arbustos amarillos y dormir ahogados por el perfume de sus pieles amargas. Los amantes desean quedarse para siempre en lo efímero de la eternidad; para siempre sobre nubes de poliéster. Los amantes desean beber la sangre que derraman sus ojos y absorber el calor que emanan sus pies descalzos, inyectarse cadenas de caricias y cubrir con las lenguas su ser. Los amantes se desean, enlazan sus brazos y se prohíben respirar.
Nada se siente más libre que la asfixia de un beso. Una cárcel en lo profundo del cielo es esa cama tendida para cumplir condena; y enredarse los dedos de los pies izquierdos y sentir agitados alientos en los cuellos.
El horizonte derrama gotas de mercurio luminoso y los amantes no saben dónde están, quiénes son, qué hacen o hacia dónde van. Ellos encuentran cobijo en lunas de alcohol y calientan el alma con el humo del cigarro que los arropa; intentan soltar las cadenas que los apresan; sin embargo, los fantasmas ya consumen sus vidas. El aire viscoso y viciado ahoga los cuerpos transpirados en fétidos olores y pueden ver en sus sombras, ojos de agonizante suplicio.
Los amantes encienden el televisor; intentan correr. Son marionetas gigantes que avanzan entre putrefactos bosques de plástico y mentiras. Asisten a su ruina como espectadores; espectadores sometidos a un teatro absurdo y circense: el del sin sentido de su orgásmica existencia.
Cortan sus orejas y arrancan sus ojos. Al unísono, un grito ficticio desgarra la oscuridad y las lágrimas, cascadas de fuego, donde ya no hay nada, empapan el cuchillo que atraviesa sus almas. La habitación, inundada, es reflejada por un espejo del tamaño del techo. El espejo los devuelve vacíos, con pies enredados de manera violenta y amarras invisibles que impiden se avance hacia la salida.
Los amantes; inermes, inertes y congelados respiran con dificultad. El abrupto sonido de un reloj despertador esconde los escombros de la noche anterior bajo la alfombra. Ellos sacan dos máscaras del ropero y guardan restos de alma bajo la almohada. Por un momento sonríen creyéndose fuera del juego suicida, y se besan con tristeza. Los amantes saben que por la noche se sentirán morir. Cada mañana los arroja, una vez más, al centro del laberinto.

Malén De Felice.

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